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Fragmento de El fuste torcido de la humanidad de Isaiah Berlin (Pág. 33)

 

Ciertamente, podríamos no llegar nunca a ese estado de conocimiento perfecto [...] Además, como ya dije, las opiniones respecto al camino correcto a seguir variaban mucho: para unos estaba en las iglesias, para otros en los laboratorios; unos creían en la intuición, otros en el experimento, o en visiones místicas, o en el cálculo matemático [...] Las respuestas tenían que existir –si no, las preguntas no eran reales–.

 

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Cuando hablamos del hombre racional, aquel que tiene la capacidad de pensar y preguntarse el por qué de las cosas, solemos recurrir a la teoría de la evolución de Charles Darwin y asimilar que nuestros antepasados eran primates. En cambio, otros sustentan la idea de un paraíso, donde un hombre y una mujer se comen el fruto del conocimiento y son desterrados a un nuevo mundo. La cuestión es que en ambos casos, lo que se busca es lo mismo: la verdad, la lucha más larga de la historia de la humanidad.

 

A diferencia de los animales, los seres humanos (homo sapiens: hombre sabio en latín) hemos desarrollado la facultad única de cuestionar el mundo, preguntas que no pueden ser contestadas e interfieren en nuestro pensamiento. Encontrarle el sentido a la vida nos ata a creer lo que otros han intentado entender antes. En ese momento, nuestra intuición se apodera de nuestro cuerpo y lo lleva por un camino u otro. He ahí cuando la ciencia colisiona con la religión y empiezan a surgir preguntas: ¿qué somos? ¿de dónde venimos? ¿por qué somos conscientes de que vamos a morir? ¿hay algo más allá de lo que nosotros somos capaces de entender? ¿qué es?

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La incomprensión de algunos aspectos de nuestra vida ha sido la razón que nos ha convertido en el ser que domina el mundo. La concepción de la consciencia como un acto de pensamiento es la responsable de esa virtud. Pero no es fácil. A lo largo de la historia hemos llegado a concebir verdades en su forma más absoluta y seguramente nuestros antepasados, los australopithecus, también lo hicieran de una manera inconsciente, con el principio de acción reacción o tal vez con el del acto reflejo. Pero, a parte de la verdad, hay una línea que separa ambas percepciones de la realidad, que claramente ha influido en nuestro ser: la impotencia.

 

La impotencia se define como la falta de poder hacer algo. La sentimos cuando no tenemos el control de nuestras emociones, pero también cuando no tenemos el conocimiento suficiente para combatirla. Cuando intentamos buscar respuestas a preguntas que no se pueden contestar, el hombre se bloquea y las esquiva, pensando que otros estarán más preparados para buscarle un sentido. Los que se atreven, entran en un conflicto ideológico que no tiene salida, porque aunque seamos racionales, no tenemos el control de la verdad. Y eso nos hace infelices.

 

Aristóteles decía que la felicidad es la aspiración máxima de todos los seres humanos. En cambio, si lo que uno busca en encontrarla, ¿por qué tengo la sensación de que ser racional es contrario a la felicidad? Sigmund Freud explicaba que los niños crean su propia personalidad a través de impulsos irracionales. A primera vista parece que ambas ideas no tengan sentido la una con la otra, pero mi conciencia me dice que, como algunos autores ya han afirmado anteriormente, ser un niño sea el ser más perfecto.

La racionalidad del ser humano

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