top of page

Las costumbres y el origen del poder

Fragmento de Sobre la libertad, de John Stuart Mill (pág. 32-33)

 

Las reglas que imperan entre ellos mismos les parecen evidentes y justificadas por sí mismas. Esta ilusión casi universal es uno de los ejemplos de la influencia mágica de la costumbre, que no es solo una segunda naturaleza, como dice el proverbio, sino que se confunde continuamente con la primera. El efecto de la costumbre, impidiendo cualquier duda respecto a las reglas de conducta que impone la humanidad, es tanto más completo cuanto que se trata de un asunto en el que generalmente no se considera necesario que se den razones, ni a los demás ni a uno mismo. 

 

El hombre es un animal de costumbres. Como tal, también se mueve por instintos. Cuando tiene hambre, come; cuando tiene sueño, duerme y cuando no lo hace, se enfada. Como el líder en una manada de leones, el hombre se guía por los individuos más fuertes, adoptando sus costumbres inculcadas en generaciones anteriores. Pero si para el león convertirse en el jefe es instintivo, ¿por qué para el hombre es una costumbre que otros tengan poder sobre él?

 

Para acercarnos a una conclusión razonable hay que analizar de dónde proceden las costumbres. Para ello es importante tener en cuenta la cultura, un concepto que tiene mucho que ver con el poder. El ser humano nace con la necesidad de pertenecer a un grupo, porque es un ser social, pero también como método de defensa. Sabe que la naturaleza es difícil y evita verse solo en cualquier circunstancia. Por eso la cultura es el escondite perfecto; una casa imaginaria donde creencias y costumbres se comparten en armonía. Una herramienta del hombre para entender su percepción de la realidad, así como la identidad y la razón de ser. 

En cierto modo, esta idea ya se producía en la Edad Media. El feudalismo era un sistema político que se caracterizaba por la relación entre señores y vasallos. Ambos tenían sus razones para mantener lazos y obligaciones entre sí. A cambio del servilismo que obtenía el señor feudal, el vasallo recibía protección, creando así una especie de contrato que el antropólogo Giuseppe Sergi denominó como “costumbre de dependencia”. De igual modo, los barones acataban las órdenes del rey a quiénes se les debía lealtad en caso de guerra. 

 

El hecho es que la pirámide de clases ha ido evolucionando con el tiempo, pero se ha mantenido estática en una idea que, a parte de darle sentido a la palabra en cuestión, se quedaría arraigada en el pensamiento humano: servir al poderoso. Lo que hoy diferencia al hombre moderno del vasallo es la forma de entender su relación. El hombre ya no sirve para protegerse; trabaja para convertirse en el que protege. John Stuart Mill llega a la conclusión de que “dondequiera que haya una clase dominante, gran parte de la moralidad del país emana de su interés de clase y de sus sentimientos de superioridad” .

 

El hombre cambia la hoja de ruta. No quiere vivir lo que vivieron otros en el pasado y sus objetivos se vuelven egoístas. Está dispuesto a dejar todo atrás para convertirse en el hombre poderoso. Sabe que para ello tendrá que luchar contra sus principios, porque para llegar a ser lo que anhela, se enfrentará a los que como él, buscan el poder. Pretende olvidar sus costumbres, así como la historia que lo llevó a la guerra. En sus ojos solo se ve el deseo de estar por encima de todo. Pero es ignorante.

 

El conflicto interior que se está produciendo en su conciencia no es más que una fantasía para no ver la realidad. No puede elegir su pasado, como tampoco el poder que quiere alcanzar. Es esclavo de la historia y sus costumbres están predestinadas a convertirlo en el león que pierde la batalla.

bottom of page